Recuerdo
todavía con gran añoro, a pesar de la agónica experiencia,
aquellos días que pasamos juntos siendo vivos murientes.
La sobredosis, el intento de suicidio y el desafortunado encuentro de dos vehículos en marcha fueron el lazo de unión entre nosotros, los que habíamos estado vivos y muertos al mismo tiempo, lazo de unión que nos llevó a encontrarnos en la misma sala de hospital. Ésta fue un punto de partida que dio comienzo a la unión de nuestras almas, sabiendo que nuestro destino estaba ya marcado. Que los tres estábamos rozados por el beso de la muerte.
Los
médicos, viendo lo excepcional de nuestro caso, decidieron
aislarnos, donde estábamos en constante vigilancia durante las
veinticuatro horas, administrándonos una medicación particular.
Dentro
de nuestro coma individual fuimos poco a poco desarrollando síntomas;
cuanto menos, perturbadores. Los médicos observaban aterrorizados
cómo nuestras constantes vitales subían y bajaban al mismo ritmo.
Nuestro caso era extremadamente extraño, pero ningún tratamiento
parecía hacer efecto en nosotros, llevando a los sanitarios a
situaciones extremas, administrándonos una gran cantidad de
sedantes.
Mientras,
en el mundo irracional o irreal, vivíamos una lenta y agónica
aventura sin regreso que marcaría nuestro destino. A partir de ese
momento, toda nuestra percepción de la vida comenzó a perder el
sentido. Comenzábamos a ser conscientes de que nuestro viaje era un
ascenso a lo infinito, donde el cuerpo y la mente se separaban, donde
nuestro yo interior tenía más fuerza; nos aislamos del mundo
exterior, rompiendo con toda norma de convivencia de esta sociedad:
todos los valores sociales que habíamos aceptado hasta este momento,
ahora nos parecían estar por debajo de todas nuestras aspiraciones.
Como si de un nuevo renacer se tratara, nos sentíamos salvajes y
destructores.
Ese estado de conciencia nos había hecho comprender que estábamos oprimidos cual seres racionales, como títeres sin cuerda. Y en ese estado de letargo, abrimos los ojos y fuimos conscientes del potencial como individuo que llegamos a sentir en nuestro cuerpo. Cada célula, cada nervio y cada músculo, era percibido por nuestra mente como arma de destrucción de todos los responsables de nuestra opresión previa. Nuestro cuerpo, como una cárcel, poco a poco se iba liberando, sin tapujos, sin cadenas, sin nada que nos atara a la cama.
Los
primeros días de letargo y medicación, nuestra percepción
individual se encontraba confusa; no podíamos distinguir aún dónde
nos encontrábamos, ni siquiera si habíamos dejado de vivir. Pero
conforme fue pasando el tiempo y fuimos experimentando sensaciones
conseguimos al menos detectar cuándo una presencia se encontraba en
nuestra sala. Las enfermeras solían estar muy pendientes de
nosotros debido a lo particular de nuestro caso; lógicamente no
podíamos verlas, pero si al cabo de los días comenzamos a sentir
cuándo estaban a nuestro lado. Era extraño, pero la multiplicación
de sentidos a la que nos sometimos en nuestro estado de vivos
murientes nos permitía tener percepción de ciertas cosas, aún sin
poder verlas o tener certeza de ellas. Tras sentir que abandonaban la
habitación, nuestro cuerpo se hundía en la cama en caída libre
como si de un precipicio se tratara y nuestra mente, en sentido
contrario, ascendía hacia la realidad paralela, que se nos hacía
extraña y aterradoramente familiar.
Después
de experimentar durante un tiempo por separado todas las sensaciones
que he descrito, sentimos simultáneamente al llegar a la realidad
paralela que no estábamos solos. No sabíamos dónde, pero cada uno
sentíamos la presencia de los otros dos, y sabíamos que la
revelación que habíamos tenido por separado, también la estaban
experimentando las otras dos almas. Poco a poco dentro de la
confusión, las sensaciones y el ansia de destrucción nos llevaron a
encontrar un claro entre la niebla. Cada uno fuimos sintiéndolo con
más fuerza, incluso oyendo pensamientos lejanos. Por instinto, nos
acercamos todos a esa claridad. Por primera vez, yo agradecí que mi
cuerpo no soportara la ingestión de drogas, al igual que ellos
agradecieron el fracaso de suicidio y el cruce de aquel vehículo,
respectivamente.
Al
encontrarnos, un silencio esperanzador invadió nuestro ser. Una paz
casi diabólica hizo que nuestras mentes se unieran, aún sin hablar,
porque los tres sabíamos que nuestra experiencia particular había
transcurrido de manera exacta en las otras dos mentes.
La
sensación de ahogo y soledad que habíamos sentido por separado, al
notar cada célula, cada nervio y cada músculo como arma de
destrucción, tomó cuerpo al ser compartida. Teníamos claro que no
queríamos volver a esa insignificante existencia.
Poco
a poco, fuimos elaborando un plan de no retorno a la realidad.
Un
noche de lluvia y tormenta, después de habernos subido la dosis e
inyectado la medicación, se sucedieron una serie de fallos de luz
que provocaban que las máquinas a las que nuestros cuerpos se
encontraban conectados, que suministraban la medicación y sedantes,
dejaran de funcionar temporalmente. Yo, debido a mi inmunidad a
“sustancias químicas”, desperté de ese letargo. Mi cama estaba
empapada de sudor. Miré a mi alrededor. Todo estaba muy oscuro, pero
las luces de emergencia iluminaban lo suficiente como para poder ver
a dos cuerpos en la misma habitación donde yo me encontraba.
Los
observé detenidamente y me percaté de que se trataba de ellos, las
presencias que había sentido durante el letargo y que me habían
hecho comprender que mis ansias de destrucción no iban a ser en
vano.
Sin
pensármelo dos veces me incorporé y me arranqué los goteros y
sondas que estaban enganchados a mi cuerpo. Me levanté y, decidido,
fui hacia ellos, desconectando todas las máquinas que les unían a
esta insignificante vida. Y, mientras que ellos efectuaban su viaje a
la paz eterna, yo volví a mi cama y observé que al lado de ella,
en la mesilla, había una jeringuilla de grandes proporciones. Debía
darme prisa; la agarré con fuerza, tiré de su extremo y llené su
interior de aire, ese aire asqueroso con olor a desinfectante que
impregnaba el hospital. Con postura sádica y retorciéndome de
placer, imaginando lo que iba a sucederse tras estos momentos,
acerqué la jeringuilla a mi yugular.
En
ese momento, una enfermera entró a la habitación, intentando
arrebatarme la jeringuilla. Yo, con todas mis fuerzas, la tiré al
suelo, la agarré del cuello con mis dos manos y la estrangulé. Veía
en sus ojos el reflejo de mi sádica mirada. Cuando dejó de molestar
y patalear, volví a coger la jeringuilla y me la clavé en la
yugular. Apreté e introduje todo su aire en mi cuello. La saqué y
vi cómo de él un chorro de sangre salía a borbotones con cada
latido de mi corazón. Agarré la mano de la enfermera y, de un
bocado, le arranqué un dedo. Lo acerqué a mi cuello, bañándolo de
sangre. Y fue cuando llegué a la conclusión. Una frase resumiría
toda la revelación a las que las tres almas habíamos llegado. Ahora
sabíamos que no queríamos seguir en esta asquerosa y vacía vida,
pero esta conclusión se la debíamos precisa y paradójicamente, a
la vida. Me acerqué a la pared y con el dedo de la enfermera
escribí:
“No
hay vida sin muerte ni muerte sin vida”.
Mientras
reía a carcajadas, me quedé fijamente mirando a la ventana. Era una
noche preciosa. El granizo caía con fuerza reventando los coches del
parking. Poco a poco, mi visión se fue apagando, hasta que,
desplomado, sentí cómo mi cuerpo caía al suelo.
Sentí
cómo descendía en caída libre, con la diferencia de que esta vez
mi mente no ascendió a la realidad paralela de antes, sino que
descendió hacia la paz eterna. Cuando llegué, allí estaban ellos,
y sus primeras palabras fueron: GRACIAS.
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